En los campos del Estado de México, la masculinidad campesina se construye a través del cuerpo y del trabajo físico arduo. Ser hombre implica demostrar resistencia frente al cansancio, el dolor y las adversidades diarias, sin mostrar debilidad. El trabajo agrícola no solo es una obligación económica, sino un espacio simbólico donde los varones validan su hombría. En este contexto, el cuerpo no solo realiza tareas, también aguanta, soporta y se desgasta, convirtiéndose en símbolo de identidad masculina. Ante el dolor físico y emocional acumulado, muchos hombres recurren al consumo de sustancias como una estrategia silenciosa para continuar cumpliendo con las expectativas sociales. Lejos de ser vistas como vicios o desviaciones, las sustancias como el alcohol, la marihuana o el cristal se integran a la vida cotidiana como herramientas para sobrellevar la exigencia del “aguante”. Sin embargo, también emergen momentos de cambio, impulsados por el deterioro del cuerpo, vínculos afectivos o eventos importantes. Estos espacios abren la posibilidad de replantear el cuidado como parte de la masculinidad, no como su negación. La autora invita a comprender estas prácticas sin juicio, reconociendo que el cuerpo campesino merece descanso, escucha y dignidad, y que resistir también puede ser una forma de cuidarse.
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